Lo sagrado y lo profano
Por Naren Herrero
Son las 4 AM y llovizna. Estoy viajando en una furgoneta con doce belgas. Hace apenas dos horas que he aterrizado en Chennai, al sur de la India, y ya estoy embarcado en un nuevo trayecto, esta vez nocturno.
De repente, sobre el carril rápido de la autopista por la que circulamos nos topamos sorpresivamente con un camión detenido, que no tiene siquiera las luces de emergencia encendidas; esto nos obliga a maniobrar de manera abrupta poniendo en peligro, no sólo a nosotros, sino también a los demás vehículos que transitan por la zona.
Al sobrepasar el camión entiendo la razón: el conductor se ha bajado, dejándolo temporalmente abandonado, para cruzar la autovía hasta el otro lado con el fin de dejar una ofrenda en la pequeña ermita de la feroz Diosa Durga, destructora de la oscuridad.
Ninguno de los vehículos involucrados en la escena, sin embargo, parece ofuscarse; nadie grita o insulta al impertinente; todos siguen su marcha con total naturalidad.
Es entonces cuando me doy cuenta de que he regresado a la India, la capital de la contradicción, donde lo sagrado y lo profano se funden de manera cotidiana, dos caras inseparables de una misma moneda.
Un ejemplo clásico: a la pobreza extrema que se puede ver en cada rincón de este país se contrapone la sonrisa constante de sus habitantes, el buen talante de los indios que parecen muchas veces ser felices con casi nada. Esta condición de alegría constante es uno de los grandes tesoros de la India, una muestra patente de que no necesariamente hay que poseer muchas cosas para ser feliz.
Por supuesto, para alguien que viene de Occidente el choque es siempre grande; las diferencias en la formas de vida y en los comportamientos son tan pronunciadas que, al inicio, uno puede sentir rechazo de manera natural.
Como muestra: En la India el concepto de privacidad es muy diferente del occidental, y entonces es normal que totales desconocidos se nos acerquen simplemente para hablar de nuestras vidas, con preguntas tan directas y personales como “¿Está casado?”, “¿Cuál es su meta en la vida?” o “¿Es su padre un hombre rico?”.
Además de la cercanía en el discurso, en la India hay una cercanía física a la que no estamos acostumbrados; si, a pesar de la multitud, en una megalópolis como Londres cientos de pasajeros viajan en un mismo vagón del metro manteniendo asombrosamente el propio espacio personal sin tocar al vecino, en la India es todo lo contrario. La fricción es pan de cada día; lo cual, si bien puede explicarse en parte por la sobrepoblación del país, tiene su soporte en una concepción diferente de las reglas de la proxemia. Compartir la misma mesa con desconocidos en un restaurante no es motivo de incomodidad, como tampoco es un problema apretujarse un poco más en el asiento de un autobús para que quepa una persona extra.
Esta flexibilidad en la interacción tiene lados menos favorables cuando se trata de, por ejemplo, hacer una fila de cualquier tipo; parece que la línea recta, una persona detrás de otra, es una utopía en la India. Las personas tienden naturalmente a adelantarse las unas a las otras, sin otro criterio que el de “quien más empuja llega primero”. Este aparente caos en cuestiones tan simples es lo que, muchas veces y entre otras cosas, le da al país esa reputación de subdesarrollo.
Que al llegar el autobús, que nunca se detiene del todo, la gente deba prácticamente treparse a los empellones, en una especie de lucha civil por ser transportado, puede ser visto como primitivo. Como primitivo y sobre todo como una paradoja, ya que una vez en el autobús hay un guarda que va abriéndose camino como puede para cobrar los tickets, y a pesar del hacinamiento y del anonimato, todos se esmeran en pagar, empujando y gritando oportunamente, claro.
Ya que lo he nombrado, el grito es otro componente de esta adaptación a la cultura india; en realidad para un occidental es un grito, para un indio es simplemente la forma de comunicarse. Una charla amistosa entre amigos podría parecernos, por el volumen de la misma, una discusión visceral sobre la herencia del fallecido patriarca de la familia. En otras ocasiones, como en todos lados, las discusiones pueden suceder y en este caso se nota más bien por el tono de la voz que por el volumen, que no alcanza tanta variación.
A este respecto, lo que he notado y que me parece destacable, es que el indio no parece tener el mismo resentimiento que un occidental; es decir, el indio es más impulsivo, se enfervoriza más fácilmente y puede tender al grito y la discusión, pero es generalmente transitorio. Después de alcanzar ese pináculo de furia en que parece que fuera incluso capaz de matar a alguien, el indio puede tranquilizarse sin escalas, como si perdonara todo y no guardara rencor alguno en su corazón.
La tolerancia es justamente uno de las más grandes virtudes que uno observa en la India, una virtud que necesariamente uno debe aprender a desarrollar si quiere vivir en paz en ese país, aunque sólo sea de manera temporánea. Una tolerancia que abarca todos los niveles, desde aprender a convivir con millones de personas a tu alrededor todo el tiempo, pasando por la tolerancia con todas las religiones y formas de vida, hasta saber acomodarse a los rigores del clima y la tierra.
De hecho, la India es el lugar donde uno puede presenciar los hechos más sórdidos y absurdos de la interacción humana, a la vez que los gestos y las actitudes más sublimes, es decir, lo relacionado directamente con las cualidades positivas, con las virtudes del alma, con la esencia espiritual del ser humano.
Justamente es para esto último que estoy aquí, para tratar de acercarme a mi verdadero espíritu; y se me ocurre que entonces no es casual que sea en la India, reflejo y símbolo perfecto del conflicto permanente que cada alma transita entre lo más alto y lo más bajo, donde yo realicé esta búsqueda.
De hecho, este trayecto empezó hace muchos años, antes incluso de que yo naciera. Específicamente, cuando mi tío Murali, originario de Argentina, llegó a la India por primera vez en la década del ’70, después de vivir varios años en países de Europa. Él llegó a la India sin tener muy claro el propósito de su visita, en un sentido, quizás, como un turista más, en busca de aventuras y de experiencias exóticas; nada concretamente relacionado con la búsqueda espiritual. Tras unas pocas semanas en el norte de la India, una persona que conoció en Manali, un pequeño pueblo en los Himalayas, le ofreció el libro “La Autobiografía de un Yogi,” de Paramahansa Yogananda, que al principio mi tío rechazó por no parecerle interesante la lectura sobre la vida de un santo, respecto a los cuales él tenía una actitud un tanto escéptica. La insistencia de aquella persona hizo que finalmente aceptara el libro y lo comenzara a leer. Una vez que hubo comenzado, sin embargo, ¡ya no pudo detenerse y lo devoró ávidamente en tres días y tres noches! Esto cambió su vida para siempre.
Desde ese momento quedó cautivado con la posibilidad de la auto-realización, de poder conocer la verdadera esencia del ser, y se dedicó con todo énfasis a la búsqueda de la verdad divina. El resto de su estadía en la India fue consagrado a permanecer en el ashram (retiro espiritual) de un maestro espiritual (o Gurú) para que éste lo guiara en su camino espiritual, el que conscientemente acababa de iniciar.
A su regreso a Argentina, mi tío era una persona totalmente diferente de la que había partido algunos años atrás. Su influencia fue notable sobre los que serían mis padres, y no sólo sobre ellos, sino también sobre muchas otras personas con intereses e inclinaciones espirituales.
Mis padres también leyeron el libro de Yogananda y el efecto fue el mismo: un cambio total en su visión del mundo. A partir de allí profundizaron cada vez más en la espiritualidad, tanto en las enseñanzas espirituales universales que ayudan a ser más feliz como en la cultura y tradiciones de la India en general. La implicación de mis padres con la filosofía espiritual de la India fue creciendo de una manera en que ya nunca volvería atrás.
Fue por entonces, año 1979, en el que nací y ya como forma de introducción a una forma de ver el mundo que era de mis padres y que pronto sería mía, recibí un nombre hindú (Naren). Un año y medio más tarde nació mi hermano, quien también recibió un nombre hindú (Rakhal).
Inevitablemente, la India, con sus diferentes matices, fue parte de nuestras vidas desde pequeños: En mi casa había varias fotos de santos, hombres con beatíficos rostros envueltos en túnicas y con piernas cruzadas en posición de meditación; también había un altar y láminas con deidades del Hinduismo; por ende, los dioses con cuatro brazos, o más, se convirtieron en compañeros cotidianos. Por otro lado, el concepto de reencarnación era una obviedad en mi familia y nunca se lo puso en duda; la meditación era parte de la rutina diaria; y al ir a dormir, en lugar de cuentos de hadas, mi madre nos leía parábolas espirituales llenas de santos, sadhus (es decir, monjes errantes que renuncian al mundo) y milagros divinos.
De todos modos, a pesar de esta peculiaridad, nuestra infancia tuvo todos los ingredientes típicos de cualquier niño: hubo partidos de fútbol, amigos, peleas, fanatismo por Los Pitufos, tías con regalos, muchos juegos, televisión a dosis, revistas de historietas, picardías y penitencias.
Muchos años después, en esta noche pluviosa sobre una autopista del sur de la India, cada uno de estos hechos no me parecen otra cosa que el curso natural de mi vida; sin embargo una parte de mí todavía se sorprende, como lo haría cualquier hijo de vecino.
Por ende, he decidido escribir en esta especie de diario de viaje espiritual, lo más verazmente que pueda, mis experiencias en la India, como una forma de ponerlas en retrospectiva para mí mismo, como una excusa para escribir cada semana, como un método que me recuerde siempre todo lo bendito que la India me ha dado, y me sigue dando.
Para seguir el diario de viaje espiritual, ingresar a http://hijodevecino.wordpress.com/. Se actualiza cada viernes!
INFOGRAMA INDIA
Idioma: hindi, inglés
Moneda: 46 INR (rupias) = 1 USD
Documentación necesaria: pasaporte y visa
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